Planeaba el asunto hacía dos años. Hacía dos que con mi novio andábamos para atrás y un año y medio que me gustaba otro señor, este último es bastante conocido así que voy a omitir detalles de su persona sólo para demostrarme que si quiero puedo jugar de recatada; le escribía por twitter pero no me daba bola. Y resulta que se le da por aparecer de manera contundente una semana antes de realizarme el tratamiento del hijo, citas con médicos acordadas, aranceles pagados, estudios miles realizados, idea en el seso asimilada... ¡AÑO Y MEDIO IGNORÁNDOME Y AHORA ME INVITA AL CINE EL PELOTUDO!, pensé cuando vi su mensaje privado por twitter. Por un momento pensé que el destino existía y me estaba jodiendo, luego pensé que quizá este tipo era el padre del chico venidero, pensé también que si estaba pasando esto era porque no tenía que hacer lo otro… Que no tenía que ser madre inseminada, ¿me comprende? (No).
Fuimos al cine, vimos misma la película que había visto hacía una semana en el mismo cine con mi novio, eligió el señor, que lo parió con su puta puntería. Pocos días después volvió a llamar, yo había quedado enamorada a más no poder pero el día que llamó no era un día cualquiera, era el día de la vacuna en la panza 48 horas antes del tratamiento y es muy importante la exactitud horaria, recalcaba la recalcada doctora. Si aceptaba la invitación (cosa que hice sin dudar) iba a estar en lo del señor a esa hora. ¿Cómo cuernos iba a hacer para darme la vacuna? Titubeé. Sí. Claro que titubeé. ¿Lo hago? ¿No lo hago? Llamé a la doctora, desesperada, le supliqué un cambio de horario para el tratamiento y pude aplicármela antes de salir hacia su casa. Las parafernalias del amor de las que el amado por lo general nunca se entera.
Yo seguía de novia, no me decidía a terminar. Y con el otro nos vimos unas cuantas veces, todo fue genial hasta nuestro último encuentro, diez días después del tratamiento, cuando se nos rompió la protección, cosa que no me había pasado en ocho años con mi novio y una sola vez en la vida; ahora dos... Dios mío, pensé. ¿Y ahora? No me quedó otra, le tuve que contar porque me pedía que tome la píldora abortiva. Él casi se desmaya, no quería ser padre, no podía creer en la que estaba yo metida, y yo me la tomé, a la pastilla, porque caí en cuenta de que me importaba más perderlo a él que el tratamiento. ¿Ergo? Me di cuenta de que no quería ser madre. O no tenía que serlo, al menos en esas circunstancias. No lo vi más salvo por la televisión, no intenté ser madre de nuevo, y esa fue hasta hoy la peor noche de mi vida. También dejé a mi novio al día siguiente, le pedí que no viniera ese fin de semana, nos vemos el lunes, nos dijimos, y no hablamos nunca más tras ocho años porque cuando ya no hay más nada que decirse a qué insistir. Me disgregué, sí, y es lo que tienen estos dos andaluces, estos musos poetas de acento acentuado, son mi absenta.
Yo seguía de novia, no me decidía a terminar. Y con el otro nos vimos unas cuantas veces, todo fue genial hasta nuestro último encuentro, diez días después del tratamiento, cuando se nos rompió la protección, cosa que no me había pasado en ocho años con mi novio y una sola vez en la vida; ahora dos... Dios mío, pensé. ¿Y ahora? No me quedó otra, le tuve que contar porque me pedía que tome la píldora abortiva. Él casi se desmaya, no quería ser padre, no podía creer en la que estaba yo metida, y yo me la tomé, a la pastilla, porque caí en cuenta de que me importaba más perderlo a él que el tratamiento. ¿Ergo? Me di cuenta de que no quería ser madre. O no tenía que serlo, al menos en esas circunstancias. No lo vi más salvo por la televisión, no intenté ser madre de nuevo, y esa fue hasta hoy la peor noche de mi vida. También dejé a mi novio al día siguiente, le pedí que no viniera ese fin de semana, nos vemos el lunes, nos dijimos, y no hablamos nunca más tras ocho años porque cuando ya no hay más nada que decirse a qué insistir. Me disgregué, sí, y es lo que tienen estos dos andaluces, estos musos poetas de acento acentuado, son mi absenta.
Miro la hora, las doce y veinte. Espabile, señora, que vuelvo al presente. Hace trece minutos que me senté en el bar de la esquina de la casa del loco, ahora ya como quince. De mi tortilla ya no queda casi nada, apuro la Cruzcampo, sigo bien nerviosa, hago una pausa larga. Es tiempo, me digo, como si supiera giro para la izquierda la cabeza y por la calle Francos está viniendo Quintero, como un dejavú. (Capitulo siguiente)
Continuará….
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